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© Gloria Fuentes Sáenz
Él
podría venir hoy a las ocho, ojalá llame.
Apresuro
mis labores para salir a tiempo del trabajo.
El
regreso, pese al tráfico, se aligera con esa idea.
Llego
y boto la ropa, los zapatos.
Como
cualquier cosa, me ducho con prisa.
Son
casi las nueve. Quizá venga sin llamar…
Cepillo
los dientes, perfumo toda coyuntura.
¿O
vendrá a las nueve y media?
Suele
ser su hora de llegar…
La
televisión me ayudará a controlar mi ansiedad.
Anudo
mi bata y palpo mi cuerpo caliente.
Siento
entonces que a veces, algunas veces,
cuando
mi vagina pulsante se moja en su ausencia
y
lo quiere todo completo allí dentro,
nada
me importa sino tenerlo a él.
Han
dado las diez y media. ¿A las once vendrá?...
Anhelo
esos inefables momentos cuando
adyacentes
los cuerpos, laxos ya los órganos del sexo,
reposamos
pretendiendo que como amantes
nos
damos la más absoluta importancia.
Terminó
la película. Suenan las doce y media.
Ahora
estoy segura: hoy no vendrá.
Si
supiera cuánto lo deseo, nunca faltaría.
Correría
desde la oficina para mi casa,
igual
que yo lo hago, apresurando el tiempo.
Me
dan ganas de llorar al ver mi cama vacía.
Pero
me desnudo ante el espejo, me contemplo
y
pienso que, después de todo, no importa:
ahí
en mi lecho, entre las sábanas
–donde
hubiésemos entrelazado–,
me
espera, él sí fiel y dispuesto siempre,
sin
problemas, complicaciones ni pretextos,
un
magnífico e incansable consolador.
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