LA LUJURIA DE LA DURMIENTE

Escrito por Carme Barba

Llevaba varias noches soñando con él. Aparecía vestido con una sotana y se colaba en mi mente y en mi sexo, sembrando la lujuria y provocándome fantasías eróticas y pensamientos obscenos. No podía verle el rostro, pero sí sentía las manos sobre mis pechos, merodeando los pezones con unas uñas largas y afiladas. Mientras, con la cola puntiaguda me acechaba el pubis, aguardando el mejor momento para penetrarlo y copularme salvajemente, sin opción a gemir ni a luchar, hasta sucumbir en una vorágine de espasmos en los que se mezclaban el placer y el horror.
Cuando me levantaba por la mañana estaba exhausta y sexualmente confundida, deseando que llegara la noche para volver a encharcar el pijama y las sábanas y sufrir aquel sueño turbio e inquietante.
Necesitaba quitarme de la cabeza a ese ser destructivo y no se me ocurría mejor forma que salir en busca de una aventura amorosa. Había pasado ya una semana desde mi última merenda y el recuerdo de su pene me sedujo. Era viernes y sabía dónde encontrarlo. Yo tenía la tarde libre y la posibilidad de un segundo acercamiento con el asesor financiero de la moto, me excitó. “Es lo que necesitas, nena; un buen revolcón para olvidarte del onírico sátiro que te acosa”, me dije convencida.
Todavía era temprano cuando llegué al portal de la Asesoría y al observar que su moto no estaba aparcada donde solía, entré en la panadería de la esquina para esperar a que llegara mi presa. Justo al sentarme en una de las mesas con un bollito de crema entró un hombre joven con sotana, gafas de sol panorámicas y botas puntiagudas. Estaba de cara a la puerta y me lo quedé mirando por lo turbador de su atuendo, pero él se dio cuenta y se quitó las lentes para observarme. Eran los ojos más diabólicos que había visto en mi vida y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Al ver que iba hacia mí el corazón se aceleró y me moví inquieta en la silla. Dios, ¡qué mirada…! Veía la sotana pero su mensaje no era casto en absoluto. Intenté disimular, pero ya era demasiado tarde.
—¿Te importa que me siente contigo, hija? —preguntó sin esperar contestación. —Deseo aliviar tu sufrimiento y compartirlo contigo —añadió cogiéndome el bollito de la mano.
“¡Pero bueno, qué libertades! Por muy religioso que fuera su actitud preponderante era inadecuada y molesta. Y yo, ¿hija suya? ¡Si éramos de la misma quinta!”, estuve a punto de explotar. Pero cuando le vi los blancos dientes mordiendo el dulce, con la crema resbalándole por el labio inferior, mi indignación se convirtió en un deseo loco por lamerla.
—Mire padre, o lo que sea; no sé qué le hace pensar que tengo alguna pena o dolor, y ¿quién no? —intenté tranquilizarme.
—Sabes bien de lo que hablo, hija. De los sueños pecaminosos que últimamente te acosan.
Casi me atraganté pero él, impertérrito, fue comiéndose el bollo a la vez que ordenó a una de las camareras que nos sirviera un gin tonic para él y un Bayleys para mí, como si supiera que en ese momento necesitaba sentir la quemazón del fuerte licor en mi garganta. Cuando la camarera dejó los vasos chocó el suyo contra el mío ruidosamente y tras beberse un buen trago empezó a preocuparse por mi fe y por mi relación con la Iglesia. Era un tema que no me interesaba en absoluto y menos cuando solo podía pensar en fornicar y asaltar dos o tres de los siete pecados capitales a causa de aquel hombre que más que representar el bien, era la mismísima reencarnación del mal.
Sus gestos lascivos y aquellos ojos y lengua concupiscentes me persuadían para caer en adulterio con la Iglesia. No era seducirme lo que buscaba, sino despertar en mí los instintos sexuales más bajos y cuanto más tiempo pasaba con él, mayor era la obsesión por convertirme en su víctima y por tenerle como el amante consumado y experto que toda mujer anhela.
Acostado sobre mí, así lo imaginaba, sin escapatoria, con su cola separándome los labios mayores y penetrando mis entrañas. La mera imagen fue suficiente para mojar lo poco que me quedaba seco en el sexo y azotar una libido perturbada por el aroma de sus feromonas animales que se habían adueñado del aire que me rodeaba.
Las mujeres sentadas en las mesas cercanas me miraban con envidia y a pesar de considerarme en la obligación de alertarlas del peligro, lo que realmente deseaba con toda mi alma era convertirme en la esclava sexual de aquel íncubo.
De repente sentí vergüenza de mi comportamiento, me levanté con una excusa tonta, pagué el bollito en el mostrador y me fui al baño donde estuve largo rato contemplándome ante el espejo. Pero en él solo podía ver su rostro, como si cohabitara en mi cuerpo. Sentí su presencia en mi sexo, un roce me erizó la piel y un gemido me salió de la boca al sufrir un espasmo lo suficientemente intenso como para tener que sentarme en la taza del inodoro para saciar la lujuria que aquel demonio me había sembrado.
Salí de los servicios con el bochorno de lo prohibido en la cara, pero al ver la mesa que habíamos ocupado vacía, suspiré aliviada.
—Se ha ido —me informó la camarera señalando afuera mientras retiraba los restos de la merienda.
Al abrir la puerta de la calle respiré una bocanada de aire fresco, mas esta se quedó a medias al verlo apoyado sobre la moto del asesor. Al verme me ofreció su diabólica sonrisa y yo se la devolví. Ya no había marcha atrás; sin lugar a dudas, aquel demonio también se había adueñado de mi voluntad. Era un ser seductor y subyugador y no le costó convencerme de que me fuera con él.
—Sube, te llevo —sibiló.
—Pero esta moto, no es tuya… —le advertí.
—Ya, y eso, ¿qué importa? Es lo que llevas tempo deseando: ir en moto, pegarte a un macho y satisfacerte con el contacto de su cuerpo, ¿me equivoco?
No había secretos para aquel hombre que tenía el demonio entre las piernas arrastrando mi voluble feminidad a un mundo de tinieblas donde pecar con él era una tentación irresistible.
Me ayudó a subir sobre el asiento. Era ancho y me obligó a separar las piernas más de lo debido, arremangándose la falda y mostrándole la braguita.
—Qué cosa más suculenta —le oí susurrar mientras levantaba la sotana para sentarse. Y entonces me di cuenta de que no llevaba nada debajo. Demasiado tarde para evitar que mi cuerpo resbalara sobre el suyo y mi pubis fuera engullido por la raya de su culo.
—¿Y el casco? —logré preguntar entre el rugido del motor.
—No es necesario para este viaje. Tú cógete bien a mí —se limitó a contestar arrancando con un chirrido de ruedas.
Iba sin gafas y en contacto con el aire fresco de la noche los ojos me empezaron a llorar. Los cerré y me aferré a sus caderas, agarrando la tela de la sotana con tal fuerza que sentía todos los pliegues de su barriga.
—¡Mete las manos dentro y mastúrbame! —gritó él a pleno pulmón.
Odiaba que me ordenaran, pero hice lo que sugería y casi me dio algo cuando di con su pene ¡Joder qué duro lo tenía! ¡Y qué capullo más puntiagudo! Lo froté una y otra vez y el jadeó a cada pasada. Mis labios mayores besaban la piel del sillín, mientras una cola incisiva se metía por mi ojete virgen. Y a pesar del dolor, la invasión fue bienvenida con un chillido entrecortado por el viento y una extraña agonía me envolvió.
Caer en el trance de abandonarme al tormento de fornicar con el diablo era un buen trato si a cambio se alejaba de mis sueños y hacía realidad el mío. Y me dejé penetrar por todas sus colas hasta llegar al final.
—Eres una de las mejores amantes que he tenido y va a ser una pena no poder volverte a rondar, pero un trato es un trato, aunque sea de Lucifer… —se despidió dejándome en medio de la oscuridad.
Y aquella noche, la proyección de la lujuria durmiente por mi sexualidad reprimida, ya no volvió.

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