Llevaba varias noches soñando con él. Aparecía vestido con una sotana y se colaba en mi mente y en mi sexo, sembrando la lujuria y provocándome fantasías eróticas y pensamientos obscenos. No podía verle el rostro, pero sí sentía las manos sobre mis pechos, merodeando los pezones con unas uñas largas y afiladas. Mientras, con la cola puntiaguda me acechaba el pubis, aguardando el mejor momento para penetrarlo y copularme salvajemente, sin opción a gemir ni a luchar, hasta sucumbir en una vorágine de espasmos en los que se mezclaban el placer y el horror.
Cuando me levantaba por la mañana
estaba exhausta y sexualmente confundida, deseando que llegara la noche para
volver a encharcar el pijama y las sábanas y sufrir aquel sueño turbio e
inquietante.
Necesitaba quitarme de la cabeza a
ese ser destructivo y no se me ocurría mejor forma que salir en busca de una
aventura amorosa. Había pasado ya una
semana desde mi última merenda y el recuerdo de su pene me sedujo. Era
viernes y sabía dónde encontrarlo. Yo tenía la tarde libre y la posibilidad de
un segundo acercamiento con el asesor financiero de la moto, me
excitó. “Es lo que necesitas, nena; un buen revolcón para olvidarte del onírico
sátiro que te acosa”, me dije convencida.
Todavía era temprano cuando llegué al
portal de la Asesoría y al observar que su moto no estaba aparcada donde solía,
entré en la panadería de la esquina para esperar a que llegara mi presa. Justo
al sentarme en una de las mesas con un bollito de crema entró un hombre joven
con sotana, gafas de sol panorámicas y botas puntiagudas. Estaba de cara a la
puerta y me lo quedé mirando por lo turbador de su atuendo, pero él se dio
cuenta y se quitó las lentes para observarme. Eran los ojos más diabólicos que
había visto en mi vida y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Al ver que
iba hacia mí el corazón se aceleró y me moví inquieta en la silla. Dios, ¡qué
mirada…! Veía la sotana pero su mensaje no era casto en absoluto. Intenté
disimular, pero ya era demasiado tarde.
—¿Te importa que me siente contigo,
hija? —preguntó sin esperar contestación. —Deseo aliviar tu sufrimiento y
compartirlo contigo —añadió cogiéndome el bollito de la mano.
“¡Pero bueno, qué libertades! Por muy
religioso que fuera su actitud preponderante era inadecuada y molesta. Y yo,
¿hija suya? ¡Si éramos de la misma quinta!”, estuve a punto de explotar. Pero
cuando le vi los blancos dientes mordiendo el dulce, con la crema resbalándole
por el labio inferior, mi indignación se convirtió en un deseo loco por
lamerla.
—Mire padre, o lo que sea; no sé qué
le hace pensar que tengo alguna pena o dolor, y ¿quién no? —intenté
tranquilizarme.
—Sabes bien de lo que hablo, hija. De
los sueños pecaminosos que últimamente te acosan.
Casi me atraganté pero él,
impertérrito, fue comiéndose el bollo a la vez que ordenó a una de las
camareras que nos sirviera un gin tonic para él y un Bayleys para mí, como si
supiera que en ese momento necesitaba sentir la quemazón del fuerte licor en mi
garganta. Cuando la camarera dejó los vasos chocó el suyo contra el mío
ruidosamente y tras beberse un buen trago empezó a preocuparse por mi fe y por
mi relación con la Iglesia. Era un tema que no me interesaba en absoluto y
menos cuando solo podía pensar en fornicar y asaltar dos o tres de los siete
pecados capitales a causa de aquel hombre que más que representar el bien, era
la mismísima reencarnación del mal.
Sus gestos lascivos y aquellos ojos y lengua concupiscentes me persuadían para caer en adulterio con la Iglesia. No era
seducirme lo que buscaba, sino despertar en mí los
instintos sexuales más bajos y cuanto más tiempo pasaba con él, mayor era la obsesión
por convertirme en su víctima y por tenerle como el amante consumado y experto
que toda mujer anhela.
Acostado sobre mí, así lo imaginaba,
sin escapatoria, con su cola separándome los labios mayores y penetrando mis entrañas.
La mera imagen fue suficiente para mojar lo poco que me quedaba seco en el sexo
y azotar una libido perturbada por el aroma de sus feromonas animales que se
habían adueñado del aire que me rodeaba.
Las mujeres sentadas en las mesas
cercanas me miraban con envidia y a pesar de considerarme en la obligación de
alertarlas del peligro, lo que realmente deseaba con toda mi alma era
convertirme en la esclava sexual de aquel íncubo.
De repente sentí vergüenza de mi
comportamiento, me levanté con una excusa tonta, pagué el bollito en el mostrador
y me fui al baño donde estuve largo rato contemplándome ante el espejo. Pero en
él solo podía ver su rostro, como si cohabitara en mi cuerpo. Sentí su
presencia en mi sexo, un roce me erizó la piel y un gemido me salió de la boca
al sufrir un espasmo lo suficientemente intenso como para tener que sentarme en
la taza del inodoro para saciar la lujuria que aquel demonio me había sembrado.
Salí de los servicios con el bochorno
de lo prohibido en la cara, pero al ver la mesa que habíamos ocupado vacía,
suspiré aliviada.
—Se ha ido —me informó la camarera
señalando afuera mientras retiraba los restos de la merienda.
Al abrir la puerta de la calle
respiré una bocanada de aire fresco, mas esta se quedó a medias al verlo
apoyado sobre la moto del asesor. Al verme me ofreció su diabólica sonrisa y yo
se la devolví. Ya no había marcha atrás; sin lugar a dudas, aquel demonio
también se había adueñado de mi voluntad. Era un ser seductor y subyugador y no
le costó convencerme de que me fuera con él.
—Sube, te llevo —sibiló.
—Pero esta moto, no es tuya… —le
advertí.
—Ya, y eso, ¿qué importa? Es lo que llevas tempo deseando: ir en moto, pegarte a un macho y satisfacerte con el contacto
de su cuerpo, ¿me equivoco?
No había secretos para aquel hombre
que tenía el demonio entre las piernas arrastrando mi voluble feminidad a un
mundo de tinieblas donde pecar con él era una tentación irresistible.
Me ayudó a subir sobre el asiento.
Era ancho y me obligó a separar las piernas más de lo debido, arremangándose la
falda y mostrándole la braguita.
—Qué cosa más suculenta —le oí susurrar
mientras levantaba la sotana para sentarse. Y entonces me di cuenta de que no
llevaba nada debajo. Demasiado tarde para evitar que mi cuerpo resbalara sobre
el suyo y mi pubis fuera engullido por la raya de su culo.
—¿Y el casco? —logré preguntar entre
el rugido del motor.
—No es necesario para este viaje. Tú
cógete bien a mí —se limitó a contestar arrancando con un chirrido de ruedas.
Iba sin gafas y en contacto con el
aire fresco de la noche los ojos me empezaron a llorar. Los cerré y me aferré a
sus caderas, agarrando la tela de la sotana con tal fuerza que sentía todos los
pliegues de su barriga.
—¡Mete las manos dentro y mastúrbame!
—gritó él a pleno pulmón.
Odiaba que me ordenaran, pero hice lo
que sugería y casi me dio algo cuando di con su pene ¡Joder qué duro lo tenía!
¡Y qué capullo más puntiagudo! Lo froté una y otra vez y el jadeó a cada
pasada. Mis labios mayores besaban la piel del sillín, mientras una cola
incisiva se metía por mi ojete virgen. Y a pesar del dolor, la invasión fue bienvenida
con un chillido entrecortado por el viento y una extraña agonía me envolvió.
Caer en el trance de abandonarme al
tormento de fornicar con el diablo era un buen trato si a cambio se alejaba de
mis sueños y hacía realidad el mío. Y me dejé penetrar por todas sus colas
hasta llegar al final.
—Eres una de las mejores amantes que
he tenido y va a ser una pena no poder volverte a rondar, pero un trato es un
trato, aunque sea de Lucifer… —se despidió dejándome en medio de la oscuridad.
Y aquella noche, la proyección de la
lujuria durmiente por mi sexualidad reprimida, ya no volvió.
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