Escrito
por Carme Barba
Últimamente parecía que mi cabeza fuera por
libre. Había bajado a la vía equivocada y viajaba en sentido contrario a mi
destino. Pero ya era demasiado tarde; las puertas del vagón se cerraban y el
indicador luminoso de la ruta me informaba de mi error. Blasfemé en silencio,
aunque no lo suficiente y él se percató de mi contratiempo. Me miró desde su
asiento y la sonrisa en sus ojos aplacó mi mal humor.
El vagón iba lleno y no me quedó
otra alternativa que quedarme de pie delante de él. Le miré de reojo: sus ojos
estaban fijos en el cinturón de mi falda; casi daban la sensación de querer
desabrochar la hebilla. Fue bajando la mirada, repasando todos los cuadros
escoceses del estampado de mi falda, hasta detenerse a la altura de mi pubis.
Sentí como invadía mi intimidad y junté
las piernas. Él levanto la ceja derecha y abrió las suyas. Volvió a mirarme,
esta vez sin sonrisa, retándome a seguirlo con los ojos hasta su entrepierna. Allí
introdujo su mano en el bolsillo del pantalón y la fina franela del traje se
abultó. No podía disimular mi excitación y crucé las piernas, pero lo único que
conseguí fue clavar la braguita entre mis labios.
El convoy frenó y perdí el
equilibrio abalanzándome sobre él. Durante unos segundos nuestras bocas casi se
tocaron, nuestros labios se entreabrieron y las lenguas los humedecieron.
Me ayudó a incorporarme cogiéndome por la cintura y dejando resbalar las
manos por mis caderas. El asiento contiguo al suyo quedó vacío y me senté a su
lado. El gesto acortó la falda y la parte de mis muslos que no cubrían las
medias, quedó desnuda. Él separó más sus piernas y cuando contactó con la mía,
su mano volvió al bolsillo, esta vez para rozar mi pierna con sus dedos.
El convoy describió una curva
pronunciada y se dejó caer sobre mí, presionando mi pecho con su antebrazo. Me
giré y le miré. El hizo lo mismo. Aquellas miradas eran pura pasión.
Las puertas del vagón se abrieron,
invitándonos a caer en la tentación. Sin pensarlo, le cogí de la mano, nos
levantamos, salimos y corrimos por el andén hasta llegar al ascensor. Aquel
habitáculo estrecho y anónimo nos proporcionaba la poca intimidad que
necesitábamos. Le arrastré al interior y pulsé el botón de subida.
Conocía la estación: era una de las
más profundas de la ciudad y, a pesar de que disponíamos de poco tiempo antes
de que alguien pudiera interrumpirnos, era suficiente.
Mientras él me arremangaba la
falda, yo le desabrochaba el pantalón; mientras él me bajaba las bragas, yo le
descapullaba; mientras el me cogía en brazos, yo separaba mis piernas y cruzaba
los pies en su espalda. Mientras él me penetraba con su duro miembro, mis
labios lo apretaban con todas sus fuerzas. Mientras los dos galopábamos y gemíamos,
el orgasmo se acercaba, al igual que el final del trayecto.
Todavía excitados, el ascensor fue
disminuyendo su velocidad. Todavía jadeando, nuestras ropas volvieron a cubrir
nuestros sexos. Todavía agitados, el habitáculo se detuvo. Todavía con deseo
reprimido, las puertas se abrieron: “¿mañana a la misma hora?”.
Todavía envueltos por el olor de
nuestro sexo, dejamos paso a los nuevos viajeros.
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