Escrito
por Carme Barba
Se alejaba de la moto en el mismo momento que yo
pasaba por su lado y al darse la vuelta, me cogió desprevenida. No me dio
tiempo a esquivarlo y me propinó un buen golpe. Era corpulento y casi me hace
caer a no ser por una mano recia que me sujetó con fuerza a la vez que se
disculpaba reiteradamente, preocupado por una posible contusión.
—Un cardenal como mucho —le tranquilicé.
Tenía una sonrisa turbadora, quizás por los
pequeños ojos que tras el cristal de las gafas parecían bailar divertidos y
encantados con la situación. Tras asegurarse de que me encontraba bien, nos
despedimos, no sin antes entregarme una tarjeta personal por si aparecían
secuelas. Mientras le veía entrar en un portal leí la tarjeta: “asesor
financiero”. La guardé en el bolsillo y seguí mi camino.
A media tarde, volví sobre mis pasos. La moto
seguía aparcada e inconscientemente me acaricié el costado, todavía dolorido
por el golpe. Era hora de merendar y el olor a bollería recién hecha que salía
de la cafetería de la esquina me sirvió de excusa para satisfacer mi
curiosidad. Entré, pedí y tomé asiento cerca de la ventana, con vistas al
portal.
Estaba hambrienta y me dejé tentar por la
chocolatina que acompañaba al capuchino. Estaba rellena de licor y al morderla
el chorro me inundó la boca y el chocolate se fundió entre los labios. “¡Qué
delicia!”, susurré dejándome embriagar por el intenso olor a torrefacto recién
molido que se respiraba en el local.
Acababa de apurar el capuchino, cuando le vi salir
del portal. Su sonrisa, la chaqueta abierta, el andar seguro…No cabía duda de
que aquel hombre había triunfado y tenía la sensación que no exactamente en el
ámbito profesional. Sin motivo alguno, me asaltó un irrefrenable pinchazo de
celos al que le siguió un deseo incontenible por seducirle. “Este hombre tiene
que ser mío, sea como sea”, me prometí sin quitarle ojo mientras subía a la
moto. No me costó imaginarme sentada tras él, con el pecho pegado a su espalda,
el roce en la entrepierna al abrirse paso entre sus nalgas y mis manos
deslizándose hasta aquel miembro saciado por otra…Me estaba excitando más de lo
debido y cuando desapareció calle abajo, pagué la cuenta y me acerqué al portal
del que había salido. Era un edificio de viviendas modernista y algunas placas
indicaban la presencia de despachos profesionales. Recordé la tarjeta que me
había dado y me decidí por el gabinete de abogados. Llamé y al cabo de unos
instantes se oyó un chasquido y la puerta cedió.
El ascensor era viejo y lento y me entretuve
practicando una falsa identidad ante el espejo. La cafeína había empezado a
surgir efecto y con ella la desinhibición y la inspiración. Al salir del elevador
observé que la única puerta que había en el rellano estaba entreabierta, tenía
la misma placa que la de la calle y la empujé, pasando a un recinto con un
mostrador tras el cual no había nadie. Mire alrededor: un largo pasillo a la
izquierda con una puerta al fondo y dos puertas en la misma recepción. De
repente, una de ellas se abrió y apareció una joven pelirroja. Al mirarme y ver
a una mujer no pudo disimular su decepción y automáticamente intentó cubrir con
su larga melena lo que el ajustado jersey se negaba.
—Lo siento, el interfono ya hace semanas que no
funciona y desde el baño no se oye nada. Además, a esta hora, los viernes ya no
recibimos clientes, ¿puedo ayudarla en algo? —concluyó su especie de disculpa
mientras se sentaba tras el mostrador exhibiéndome parte de su lencería íntima. Le conté un
problema ficticio con el fisco y ella me escuchó con atención, a la vez que
intentaba bajar una minifalda que no tenía más tela para cubrir los anchos
muslos.
—¿Pueden encargarse del asunto? —concluí divertida con su coqueteo.
—Por supuesto, pero los viernes por la tarde solo
está la abogada Susana Bau y hoy ya ha despachado al último cliente. Si quiere,
puedo darle cita para otro día —me informó consultando en el ordenador.
Entretanto, me fijé en una bandeja con restos de bollería y cafés que había en
una mesa rinconera.
—Veo que también son clientes de la panadería de
enfrente— me arriesgué.
—¡Pues sí! ¡A Susana y a mí nos chiflan los
bollitos de crema, al igual que al financiero que la asesora los viernes por la
tarde! —exclamó entusiasmada pasando a un trato totalmente informal.
—¿Sabes? —añadió bajando la voz e inclinándose
hacia mí— Ese día de la semana aprovechamos que estamos solas para pedir que
nos suban la merienda. Ella se encierra en su despacho con el asesor — me
indicó señalando hacia el pasillo de la izquierda— y a mí me da un par de horas
libres para ir de compras. Susana es mi tía y es un encanto— concluyó con una
ingenuidad alarmante para una chica de su edad.
Así que era eso: los viernes el financiero
merendaba con la abogada…
Había conseguido la información que necesitaba y,
ante la sorpresa de la pelirroja, anulé la cita y me despedí con una excusa
tonta que a ella le pareció seria y justificada.
Aquel fin de semana se hizo eterno: la cabeza no
dejó de tramar y la libido de azotarme sin descanso. Necesitaba seducir a aquel
hombre y desbancar a la intrusa, pero por encima de todo…, deseaba adueñarme de
su polvo.
Cuando por fin llegó el viernes por la tarde, me
vestí con una camisa blanca, una mini falda a juego y unas botas de tacón y
caña alta, rojo carmín.
Como era de esperar, el interfono seguía sin
funcionar, el ascensor igual de lento y en la recepción, no había nadie, “¿Qué
más podía pedir?”, pensé encantada dirigiéndome al final del pasillo hacia
donde la pelirroja había señalado. Al llegar a la puerta del despacho de la
abogada observé que el cierre era a la vieja usanza. El morbo de espiar por la
cerradura me tentó y me dispuse a contemplar el espectáculo.
Uma rubia madura de buen ver estaba de pie ante el
escritorio. Iba vestida con un jersey escotado y una falda tubo que le marcaba
una fina cintura y unas caderas anchas, al igual que las de su sobrina. Él
estaba de espaldas y solo podía verle el traje oscuro. Se acercó a ella, la
cogió por el culo y atrayéndola bruscamente hacia él, la besó con ardor, a la
vez que empezó a magrearle los pechos. Eran generosos y los aplastó con las
palmas de las manos hasta hacerla gemir. Me toqué los míos. Estaban duros,
locos por ser poseídos por aquellas manos que ya habían tocado mi piel y
deseado mi cuerpo, aunque él no lo había manifestado por respeto. Estaban
hechas para acariciar y arrasarme el sexo y solo tenía que entrar y mostrarle
lo que únicamente yo le podía ofrecer.
En un arrebato de lujuria, dejé de mirar por la
cerradura, me despojé del sujetador que dejé colgando del pomo y abrí la puerta
sigilosamente. Ellos, ni se dieron cuenta y entré. En aquel instante, las manos
de la letrada ya buscaban su pene, mientras las de él le arremangaban la falda,
descubriendo unas piernas voluptuosas enfundadas en unas panty que bajó hasta
permitirle llegar a la braguita, separarla y meterle los dedos en la vulva,
haciéndola gritar de placer. Era la ocasión
perfecta y tras un saludo, hice una breve presentación, como si fuera lo
más normal del mundo entregar una citación en pleno acto carnal. Él me miró
sorprendido, pero aquellos ojitos volvieron a bailar encantados. Ella,
nerviosa, retiró la mano de la entrepierna abultada de su asesor, aunque no
pudo deshacerse de la que él tenía en el coño. Mientras, el muy cabronazo no
dejó de mirarme, mojando el mío y retándome a agarrar aquella mano obscena para
llevarla a mi guarida.
Cuando conseguí dominar los impulsos primarios que
me asaltaron me acerqué más a ellos, vislumbrando un pene tieso bajo el
pantalón del traje y un pezón fuera del sujetador, y mientras ella intentaba
recomponer el aspecto roto por mi interrupción, le entregué un sobre. Me
preguntó algo pero no le contesté, absorta en persuadir aquel macho de que ya
nada deseaba del pubis que seguía bajo su tutela. Me sonrió y despacio devolvió
la braguita a su sitio y pretendía hacer lo mismo con las panty y la falda mas
ella indignada por lo que estaba leyendo, lo separó con brusquedad.
—¡Pero si este juicio empezó hace más de una hora!
—exclamó enfurecida —¿Cómo no se me ha informado antes, inepto? —se dirigió de
repente contra él.
Sin embargo, lejos de sentirse intimidado, el
financiero le plantó cara.
—Creo que lo mejor es que cojas un taxi y vayas lo
antes posible —le sugirió.
—¡Joder! —fueron sus últimas palabras antes de
salir con un portafolios y un sexo humillado.
Al quedamos solos, me miró con atención.
—¿Esto lo haces muy a menudo? —preguntó avanzando
hacia mí.
Mi cuerpo sudoroso olía a hembra en celo y las
aletas de su nariz rastreaban los efluvios de mi sexo.
—Solo cuando veo que el hombre que deseo está
perdiendo el tiempo con otra — le contesté.
—Eres peligrosa…—juzgó, aproximándose.
—He pasado toda la semana esperando este momento y lo
último que quiero es estar de cháchara contigo—le interrumpí cogiendo un bollo
de la merienda, todavía intacta sobre el escritorio.
Al partirlo por la mitad, la crema resbaló por la
pasta y la recogí con el dedo. Le tenía muy cerca y empecé a perfilarle el
labio superior, hasta que me agarró la muñeca. La sonrisa de sus ojos se había
convertido en una mueca de lascivia y el cuerpo me empezó a temblar bajo el
presagio del acto anhelado. Intenté apaciguar el delirio acumulado mordiendo el
bollo que todavía sujetaba con la otra mano, pero antes de conseguirlo él
basculó la pelvis contra mi pubis revelándome su erección. El bollo cayó al
suelo y me agarró la otra muñeca, dejándome indefensa a merced de las
embestidas de su falo. Luché por soltarme y cuando finalmente lo conseguí,
necesite unos segundos para recuperarme del esfuerzo. Notaba la piel sudorosa y
los pechos se movían al ritmo de mi acelerada respiración, desprovistos del
amparo del sujetador. Bajo la fina blusa, no tardaron en clamar su atención. Ojos
y manos fueron a su encuentro y mientras yo le aflojaba la corbata y le
desabrochaba los botones de la camisa, él me besaba el escote y metía la cabeza
entre la tela de la camisa, separando los botones del ojal hasta apropiarse de
unas tetas hinchadas y excitadas, primero con la lengua, rodeando la areola;
después con los labios, chupando los pezones. El goce era insufrible y en un
arranque de locura le tiré del pelo con el deseo de ahogarlo entre ellas,
mientras su pene seguía embistiendo y las manos bajaban la cremallera de mi
falda. A cada cornada yo retrocedía, hasta que topé con una
mesa bajera. Me senté sobre ella y me recliné hacia
atrás, apoyándome sobre los codos. Crucé las piernas, sintiendo como el encaje
del tanga se colaba entre la vulva, rozándole las paredes y mojándose con sus
fluidos. Tenía el sexo ardiendo y la mente febril, permitiendo que fuera la
locura la que hablara por mí.
—Ahora quiero que te desnudes —le ordené
balanceando la pierna y disfrutando del friegue de la áspera blonda entre los
labios de mi sexo.
Tras dudar unos instantes, decidió empezar por la
corbata.
—No, déjatela puesta— exclamé fantaseando con la
fetichista imagen de su cuerpo desnudo y aquella prenda rodeándole el cuello.
En seguida captó mis preferencias y tras despojarse
de la americana, desabotonó lo que quedaba de la camisa, hasta dejar al desnudo
un pecho corpulento. Sentí como el clítoris se inquietaba y cambié el cruce de
piernas, abriéndolas para después volverlas a cruzar, despacio, provocando que
el tanga ya empapado, lo descapullara.
Con la boca entreabierta y la mirada perdida en mi
coño desabrochó el pantalón que fue resbalando, replegándose sobre sus zapatos
y mostrando un slip negro ajustado y abultado, con el capullo fisgoneando por
un lateral.
—Esto, es todo lo que hoy vas a conseguir de mí
—sentenció entonces tocándose los genitales con alevosía.
No le hice caso y tras chuparme el dedo índice lo
pasé por aquel capullo rosado y brillante que se agitó bajo mi tacto, para
seguir presionando el resto del tallo con la palma de la mano hasta llegar a
los testículos. Los saqué del calzoncillo y después de masajearlos, continué
bajando por la entrepierna, peinando el vello hasta las rodillas.
—Es cuanto necesito —le contesté al terminar.
Cerré los ojos y me eché de espaldas sobre la mesa,
con las piernas separadas, encogiendo las rodillas y apoyando los tacones sobre
el canto del mueble. Había guardado todos los detalles en la memoria y la
imagen del capullo rosado llegó en forma de dedo que introduje al encuentro de
un clítoris desnudo y juguetón al que solo le faltaba un zimbreo para agonizar.
Con los labios empapados apreté con fuerza la vulva, hasta que sentí un roce en
la entrepierna. Abrí los ojos y contemple su miembro al acecho, excitado y
babeando al saborear la inminente penetración. Sonreí al detectar su falta de
voluntad ante la opción de un buen polvo, cerré de nuevo los ojos y le empujé
con la suela de las botas en señal de rechazo.
—Esto es lo único que vas a obtener hoy de mí,
¿recuerdas? —me enfrenté a él con sus mismas palabras.
El corazón me latía con fuerza y el sexo me ardía
con locura e instintivamente, entrelacé las piernas en el aire, rodeándole el
fornido y ficticio cuerpo que me aplastó los pechos cortándome el aliento,
sintiéndole los pezones sobre los míos. Intenté elevar la pelvis para devorarle
el miembro con los labios, pero el peso de su cuerpo me lo impedía. Pensé en
las veces que había soñado aquel momento y apreté su miembro, engulléndolo
hasta que le oí jadear. Su entrega culminó mi ansia a la que di rienda suelta,
agarrándome al borde de la mesa en un último estremecimiento.
Cuando abrí los ojos, mis dedos seguían húmedos en
la entrepierna. Me incorporé con dificultad y observé restos de semen en el
suelo. Miré alrededor: estaba sola. No le había oído marchar.
Tenho minhas crenças particulares
que me fazem ser como sou.
Sou o que sou !
Tenho a certeza de que,
o que aqui se faz aqui se paga.
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