Escrito
por Carme Barba
Aquellas ganas de sexo, aquella pasión por lo
prohibido, por follar donde y con quien no debía. Aquella necesidad casi
enfermiza de sentirme querida por un nuevo miembro masculino atrapado por mi
sensual feminidad. Aquella necesidad por ser penetrada por mi hombre al llegar
a casa, por el conductor del autobús, por el desconocido que se cruza en mi
camino por la calle...Tanto deseo debía ser liberado de un cuerpo descontrolado
por un torrente hormonal que la naturaleza se encargaba de desbocar cada
últimos de mes.
Y
qué mejor y más inofensivo que hacerlo fluir en forma de mensajes eróticos encubiertos
por la red; casi en el anonimato, sin atar ni involucrar a nadie. “¡Oooh¡”, qué
consuelo teclear palabras prohibidas y leer promesas obscenas a cambio, sin
pestañear, dejando filtrar toda su esencia maligna en mi sexo.
Eran
días de lujuria compartida en la intimidad más profunda y con más de un varón. Desconocía
sus rostro y sus voces, más lo único que importaba era el contenido de las
conversaciones; del resto, se encargaba la imaginación. Las peticiones se
amontonaban y no daba abasto a satisfacerlas todas. Me sentía el centro de
atención sexual del universo y ello me proporcionaba una dicha infinita.
Más,
de un día para otro, perdía todo el interés y ese cambio inesperado e
indeseado, me desesperaba: “¿Cómo podía desvanecerse de esa forma mi libido, cayendo
en picado, desapareciendo sin avisar, como si nunca hubiera invadido mi cuerpo
ni mi mente?” De repente, todo resultaba tan plano, tan insípido, tan neutral,
tan gris...Nada me hacía ya temblar, ni tintinear mi clítoris, ni colorear mis
mejillas, ni alterar mi ritmo cardíaco. Era como estar muerta pero con los ojos
muy abiertos y atentos, intentando encontrar la forma de recuperar lo
perdido.
Pero
todos esos hombres, ajenos a mi incoherencia femenina, no lo entendían y tanta
insistencia me cansaba y aburría. No podían comprender que todo aquello que
tanto placer me había aportado y tanta pasión había desencadenado en mi cuerpo ávido
de deseo se había evaporado, convirtiéndose en un fantasma del que ahora ya
solo ellos anhelaban seguir compartiendo: las buenas noches calientes, los
buenos días atrevidos, todo iba directo al sórdido espacio de mi papelera
virtual.
Casi
me sentía juzgada como culpable, sin ni siquiera haberme concedido el derecho a
la presunción de inocencia, únicamente con el contenido de mis correos
particulares como muestra de un delito nunca cometido.
Ni
cosquilleo, ni palpitaciones y, para más inri, aquel deseo tremendo de sexo
había sido vilmente sustituido por la pasividad y la templanza que da lo
cotidiano de la vida: un beso al llegar a casa, un saludo al conductor del
autobús, un simple olfateo a la estela de perfume del desconocido de la calle...
Aunque
sabía que, si yo era paciente y ellos comprensivos, aquellos contactos
volverían a tener sentido; tan solo era cuestión de esperar a que la naturaleza
siguiera su curso.
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